lunes, 11 de enero de 2016

Esto no es otra crítica sobre "Star Wars"




Nunca vi La guerra de las galaxias durante mi infancia. Yo, como Daniel Marín, era más de Rambo, Conan, producciones de la Cannon, con Chuck Norris y Charles Bronson apretando clavijas, o El guerrero americano II , o Comando. En torno a los once años vi El retorno del Jedi, fuera de contexto y en una copia infame de VHS. 
Por todo ello, supongo que, haber ido hoy con mi hija de siete años a ver El despertar de la fuerza,  ha sido un resarcimiento en diferido.
Es claro que nunca se disfruta el cine como de niño, igual que nunca volveremos a revivir el fuego de la adolescencia ante los clásicos. La primera es una etapa, digamos, pre-crítica, donde domina el asombro, la fascinación, emociones que perduran y más tarde, pueden y deben, recuperarse. No está mal condescender de vez en cuando con la nostalgia. Por eso, no oculto mi envidia hacia los que habéis esperado esta nueva entrega de la serie con impaciencia. Incluso yo, que nunca vi La guerra de las galaxias durante mi infancia, no pude evitar un escalofrío ante las primeras imágenes del tráiler de El despertar de la fuerza, acompañadas por las notas eternas de John Williams.
Como digo, nunca vi La guerra de las galaxias durante mi infancia. Yo era más de Paul Naschy, giallos misóginos y la moral severa del slasher ochentero, mayormente por influencia materna. En otro tiempo, asidua a las sesiones dobles, y que pasaba las tardes (ahora lo sé) recordando, contándome retazos de argumentos para regresar a la joven que fue en el patio de butacas (ahora lo sé), preservar su memoria de la polilla del tiempo, recuperar aquellos secretos estremecimientos por delegación. Me ilustraba, con lujo de detalles, secuencias de El exorcista, El Anticristo, o cualquiera de las películas donde Naschy sufría el mal de luna y debía ser encadenado; la colecta de los cristales rotos de su memoria, imágenes que dejaron la impronta de un deseo feroz, incomprensible para ella (para todos), sin ahorrar en matices escabrosos, suculentos efectismos con los que, luego, yo construía minuciosas pesadillas a todo color. No dudo que con los maestros de hoy día, aquellos dibujos me hubieran costado alguna visita al psicólogo.
Nunca vi La guerra de las galaxias durante mi infancia. Como Carlos Díaz Lavado, fui siempre más de Clint Eastwood escalando el Eiger o pilotando el Firefox o llenando de plomo a “Little” Bill, alegrándose el día a costa de los malos. Como Carlos, digo, fui siempre más de Terminator y Salem’s Lot, miniserie que nos hizo pasar el verano más largo y cálido de nuestras vidas, arropados hasta los ojos, vigilantes de las ventanas, no fuera a ser que asomara algún vampiro.
Nunca vi La guerra de las galaxias durante mi infancia. Pero la pasada semana vi Sesión continua, y admito que cada vez estoy más con Garci y su visión sentimental del cine (esa sobre la que babeaba hace unos pocos años), cada vez siento más le necesidad de volver a esa mirada prístina de la infancia o de la adolescencia, libre de juicios, llena de expectación, pronta al ensueño, el paraíso perdido de la inocencia. Qué razón tenía Marsillach, no hemos vivido, nos hemos pasado la vida sitiéndonos Ethan, Scottie, Eddie Felson, Johan, Alexander. 
Por eso, recuperar el tiempo perdido se parece cada vez más a dialogar con ellos, encontrarlos perdidos y solos en el umbral, en lo alto de un campanario, en una sala de billares que empieza a vaciarse, bajo el peso del miedo, la traición, la falta de fe, la edad, el desamor, rezando a un dios sordo.  
Hoy, en cierto modo, he saldado cuentas con mi pasado, sí, y lo he hecho a través de mi hija.
Ya sé que no está bien proyectarnos demasiado en los vástagos, pero la tentación de asistir a segundas oportunidades es grande. Durante la proyección de El despertar de la fuerza he asistido al brillo inmarcesible de la emoción en su mirada, esa mirada irrecuperable para mí, añorada, envidiada, una mirada párvula, cargada de emoción que comunicaba con un rostro en continua mutación, catalizador de emociones siempre nuevas, vehículo de una alegría inextinguible. Una mirada interrogativa, perpleja, aún incapaz de asimilar las contradicciones inherentes al ser humano, pero que empieza a atisbar, adivinar la vida como conflicto perpetuo, donde toda andadura está llena de obstáculos, donde a veces los padres fallan a sus hijos, donde el odio de los hijos hacia sus progenitores puede ser tendencia.
Sinceramente, no atendí demasiado a la pantalla. Sí puedo decir que el filme de J.J. Abrahams mejora sustancialmente la segunda trilogía de George Lucas, aburrida, lastrada por una solemnidad grotesca, visualmente mediocre.
Salvo la notable y certera crítica de Boyero, referente inexcusable para todos los que nos atrevemos a formular tímidos análisis, tampoco he leído mucho más sobre el filme, aunque se me alcanza que hay opiniones dispares.
La verdad, no creo que sea una obra que demande excesiva reflexión. Es un filme para ser vivido…si se puede. Si no, lo mejor es dejarlo pasar.  
Sinceramente, no atendí demasiado a la pantalla, tenía ante mí, en ocasiones, recostada sobre mi brazo, mi rostro amado donde contemplo el mundo, una mirada en construcción, una mirada prendida de la maravilla que la pantalla le ofrecía, y eso me bastó para sentir gratitud hacia el filme de Abrahams.  
Espero que la tarde de ayer se imprimiera en su memoria. Espero que la tarde de ayer suponga un nuevo puntal en una cinefilia que presumo incipiente. Espero que algún día pueda contemplar la maravilla en el rostro de un niño, como yo la contemplé un 10 de enero de 2016 en el suyo.

Nunca vi La guerra de las galaxias durante mi infancia, aunque en cierto modo, ya la haya visto.






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