jueves, 26 de diciembre de 2013

LA NOCHE SE MUEVE.




                                                                                                                    
Los 70 nos trajo la última gran cosecha de film  noir.  Una profunda revisión de los principios estilísticos y motivos temáticos de un género que apenas había ofrecido obras de altura desde que Orson Welles pusiera en pie esa brutal catedral barroca,  Sed de mal (Touch of Evil, 1958), brillante punto y final a su aventura hollywoodense que deja exhausto al sistema de estudios y silenciado el género tras haber apurado su ultima calada salvaje y expresionista. Welles traza una línea en lo que se refiere a los modos de representación de la violencia y el sexo que sobrepujan los límites del clasicismo y que, para ser sobrepasada en lo sucesivo, demandará mayor permisibilidad.

En La noche se mueve (Night Moves, 1975; Arthur Penn) a partir del libreto de Alan Sharp, uno de los escritores cinematográficos menos prolíficos y más brillantes de los últimos cuarenta años, un Penn alejado de estridencias pretéritas, más inspirado que nunca, revisa la figura detective a partir del arquetipo que ofreció la narrativa de Hammett y Chandler de la que bebían algunas de las primeras adaptaciones canónicas del género como El halcón maltés (The Maltese Falcon, 1941; John Huston) o  El sueño eterno (The Big Sleep, 1946; Howard Hawks).

Sensible a los nuevos tiempos y, en especial, al cine que llega de Europa desde hace más de una década, Sharp y Penn construyen un film intimista, moralmente ambiguo, con una mirada atenta a la concreción, la manifiesta substancialidad de los objetos y los cuerpos, la obstinada presencia de los elementos en consonancia con un gusto por los espacios abiertos inédito en el film noir de los 40, de carácter, éste, más urbano y un marcado estilo expresionista que figuraba, a través de la dialéctica luz/sombras, una concepción moral maniquea y un carácter alegórico.

Frente a la acción externa y el encadenamiento de peripecias y puñetazos, hayamos introspección, calma tensa y contenida violencia. Ni gangsters ni tahúres o policías corruptos, de hecho no aparece un sólo policía; ni coristas, timbas ilegales o psicópatas de gatillo fácil, sí y la certeza, lúcida y alarmante, de que cualquier buen tipo es un asesino en potencia debidamente motivado por un botín de 500.000$.
El detective a dejado de ser el eremita misántropo conservado en alcohol que cultiva con delectación enfisemas y despacha sicarios y fulanas fatales sin despeinarse. Harry Moseby (Gene Hackman) es un hombre casado y su cuerpo aún conserva los vestigios de un glorioso pasado deportivo. Un tipo taciturno, meditativo, con los nervios templados por el ajedrez y conciencia de sus límites, que se ve desbordado ante un caso que siempre le lleva la delantera y cuya resolución, en la que él apenas participa, le deja a la deriva en un barco bautizado irónicamente como "Point of view", con heridas en el cuerpo y el alma hecha jirones.
El film tiene argumentalmente dos dimensiones que se desarrollan en paralelo. La propia del género, un caso que resolver con estrellas en horas bajas apurando martinis en su piscina de Beverly Hills, lolitas con furor uterino y un puñado de tipos normales dispuestos a todo por la pasta.  Y otra línea menos frecuentada, la de la crisis matrimonial de Harry, una esposa desatendida que busca consuelo en brazos de un hombre que es todo lo que no es Harry, un intelectual minusválido que la lleva a ver Mi noche con Maud y colma su soledad mientras escuchan a Mozart.

Sharp y Penn se las arreglan para ambas líneas alternen de forma pertinente alcanzando la solución de forma casi paralela, y haciendo de las pesquisas del detective un auténtico viaje iniciático a las sentinas de su conciencia, lugar poco frecuentado por un hombre que nada sabe de sus motivaciones. De modo elocuente, la incapacidad de Harry de verbalizar sus pensamientos y comunicarlos, se manifiesta físicamente a través de gestos violentos, como durante la discusión con Ellen (Susan Clark), cuando rompe un vaso contra el fregadero y activa el triturador para hacer inaudibles los reproches de su esposa  y verse aliviado así de su derecho de replica, con el que no sabe qué hacer.
La imbricación entre historia externa y paisaje anímico emparentan al Harry Moseby que interpreta admirablemente Hackman, con el Harry Caul que hiciera el mismo actor un año atrás en La conversación (The Conversation, 1974; Francis Ford Coppola).

Ambos son hombres introvertidos, atrapados en la incomunicación a despecho de traficar con información, demandar confidencias, develar secretos. Ambos deben resolver el puzzle que les ofrecen las pistas recolectadas y construir a partir de ellas un relato verosímil. Ambos incurrirán en similares errores interpretativos al ser incapaces de leer los hechos sin las anteojeras de los miedos y deseos personales. Ambos serán víctimas de una hermosa sirena que en la noche oscura del alma les confortará con su cuerpo cálido y embustero. Ambos, por último, son responsables directos de una muerte que corona irónicamente el éxito de su encomienda.

Algo les diferencia, sin embargo, Caul acaba siendo el mismo tipo que empezó la historia, acosado por los fantasmas que cercan una intimidad aterida y paranoica. Moseby, en medio del océano y con un caso para el que no había sido contratado, resuelto de oficio, es un hombre que ha adquirido un nuevo punto de vista sobre sí mismo y acerca de la humana condición.

En una de las secuencias nocturnas más hermosas de un film lleno de hermosas secuencias nocturnas, y antesala de la escena de amor con Paula (Jennifer Warren), Harry muestra una jugada de ajedrez tristemente célebre por cuanto el jugador no vio el jaque más que obvio y acabó perdiendo la partida. La anécdota refleja la propia partida que está jugando Moseby, la obsesión por ella revela su miedo a no ver el movimieto ganador. Aunque nadie gana, unos pierden más que otros.

Penn a menudo rueda a Moseby, durante su estadía en los cayos, a través de mosquiteras, interponiendo entre la mirada y su objeto, ese tenue velo que figura una alteración perceptiva y comunica a la audiencia la dificultad para el observador de penetrar en la opacidad significativa de lo inmediatamente dado. Moseby no acertará a "ver" más allá de la evidencia, como Caul construirá un sentido a partir de retazos de una conversación que poco tendrá que ver con los hechos. Y así, podrá afirmar con amargurá: "Yo no he resuelto nada, sólo cayó encima de mí."


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