viernes, 30 de diciembre de 2011

MIS TERRORES DEL 2011.

El último exorcismo.


En esta edad de bronce que está viviendo el cine de terror, destacan dos tendencias temáticas y estéticas que a menudo se solapan: el subgénero de zombis y los falsos documentales en la línea de El proyecto de la bruja de Blair (1999), quizá la más afortunada reinvención de la caligrafía genérica de las últimas décadas (el mejor film salido del ideario DOGMA, por más que le negara Von Trier el certificado con la excusa de que era una película de género).
El último exorcismo (2011) de Daniel Stamm, propone acercar oportunamente este subgénero al falso documental y lo hace a partir de un guión bien elaborado en su planteamiento: un telepredicador con buenas intenciones ofrece sus servicios como exorcista y terapeuta, sabedor de que la posesión es un estado de sugestión que el ritual contribuye a eliminar. Para mostrar lo errado de la Iglesia Católica en fomentar la paranoia demoníaca y evitar las tragedias que muchas veces aparejan, decide grabar un documental sobre uno de sus rituales. El lugar, la América profunda y endogámica (aunque por desgracia no percibimos su característica atmósfera). Los indicios, reses que amanecen destripadas (parece que una sintomatología habitual en esas tierras de que el diablo anda cerca) La víctima, una joven adolescente de hormonas traviesas que convoca, al parecer, las erecciones paternas más de lo conveniente.
El desarrollo del film no desmerece de las promisorias premisas, sin embargo, una pega grave se hace más y más presente a medida que llegamos a la parte terrorífica: la traición al planteamiento documental, despachado como una mera convención, nunca se explotan sus posibilidades porque no comparecen sus limitaciones, empezando por la luz, uniforme y abundante que evita los consabidos desenfoques, tan verosímiles, testimonios de la presencias de la cámara, de la mediación entre el espectador y la escena, testigo de la “verdad” de lo rodado, condición de posibilidad de la célebre suspensión de incredulidad. La cámara es omnipresente, ubicua, lo filma todo, ignorando la fuerza sugestiva que posee en estas cintas el fuera de campo, lo no registrado en imágenes pero que los personajes han “vivido” y el espectador puede conocer de forma vicaria por sus testimonios evocadores; la presencia amenazante y acechante de una realidad renuente a ser atrapada en imágenes, que nos aterra con su libertad indómita, desbordante de los límites angostos del encuadre. No hay nada de todo lo que hace de El proyecto de la bruja de Blair una pieza maestra.
Y al final, la historia se precipita en un desenlace burdo que traiciona la siempre deseable ambigüedad demandada por el subgénero.
Nos quedamos con varios momentos inquietantes, incluido el exorcismo en el granero,digno de los anales del género.
Muy lejos de los aciertos éticos y estéticos de El exorcismo de Emily Rose (2004) y Dominion (2004), con todos los méritos del guión referidos y los errores de dirección mencionados, apoyado en un reparto solvente, El último exorcismo depara un entretenimiento grato (algo poco común) y una excusa para volver al viejo debate acerca de, no tanto de la presencia del Maligno, como de la creencia en ésta y su poder de sugestión.



Insidious.


El subgénero de “casas encantadas” consta de, al menos, tres variantes temáticas y argumentales:
  1. Aquellas en la que la casa es un lugar malvado, contaminado por los crímenes sin cuento que se han cometido entre sus paredes. The Haunting, La leyenda de la mansión del infierno (basada en la novela homónima de R. Matheson), Amityville o El resplandor son algunas muestras características, enraizadas en la literatura de Poe.
  2. Tenemos la variedad del fantasma que quiere comunicar un crimen impune, piezas que presuponen una metafísica optimista en la que los muertos son entidades benévolas que sólo quieren descanso (felizmente K. Kurosawa en Retribution o Pulse, siguiendo la tradición del Bensho Monogatari, nos ha ofrecido al fantasma como una entidad proterva, envidiosa de la vida y que odia a los vivos, no quiere descanso, sólo que todos mueran) La nómina es amplia, Al final de la escalera o El último escalón (basada en otra novela de Matheson) valen como ejemplos
  3. Por último están aquellas en las que las entidades malignas residentes se relacionan de alguna manera con niños, bien porque ansían su inocencia, bien por afinidades (la infancia es esencialmente malvada), siempre en la estela luminosa de James. Los inocentes, Aquella casa al lado del cementerio o Los otros.
Insidious (2011) de James Wan, pretende despistar al espectador dando inicio a una película de encantamientos para proseguir con una historia de posesión (algo que ya tuvimos en Amityville III, hábil precuela dirigida por Damiano Damiani), pero en realidad lo que ofrece es casi un remake de Poltergeist (1982), film que hemos omitido de la anterior clasificación por tener elementos de todas ellas merced a una buena historia original de Steven Spielberg, quien, ironías de la vida, aunque no pudo firmar como director (dado que se se encontraba trabajando ya en E.T. y alguna norma sindical prohíbe involucrarse en dos proyectos simultáneos) realiza uno de sus mejores trabajos .
El clásico de los ochenta puede resumirse así: a los fenómenos paranormales que inquietan a la familia, sigue el secuestro de la pequeña Carol Ann y su cautiverio en una dimensión paralela. La familia confía su caso en un equipo de parapsicólogos que llegan con sus cámaras y sus sensores térmicos y cinéticos, y la inevitable vidente que señala el camino del corazón. Finalmente, uno de los padres tendrá que acceder a ese mundo fantasmal para rescatar a la niña. Cambian los motivos argumentales, las causas y el tono (el film de Spielberg orilla el melodrama en más de una ocasión), pero en esencia, se trata de la misma historia. Las comparaciones artísticas son odiosas...bueno, si bien Spielberg abusa en el tramo final de pirotecnia, el film es brillante en su formulación visual, inquietante en su atmósfera, repulsivo en alguna secuencia, divertido en varias otras, hasta conmovedor cuando se tercia. Basta el plano de la pantalla de un televisor sin señal y una niña poniendo sus manos sobre ella para tener un icono del género.
Wan lo intenta (nadie tiene la culpa de no ser Spielberg) y la película, como ocurre en estos casos, funciona bien en los primeros compases (hasta Lo que la verdad esconde tenía interés durante media hora; ¡incluso Los otros! ), cuando se nos inquieta con el consabido aparato de objetos que se mueven y presencias que atisbamos entre el cortinaje, luego, lo de siempre, se impone dar una explicación (viajes astrales), aquilatar el valor de la amenaza (la posesión del niño por un demonio del Mouline Rouge) y encontrar una solución al drama (la entrada del padre a la dimensión en que se halla cautivo el niño) Naturalmente, como coda, un falso final, que no por esperado, defrauda.
Wan lo intenta, factura bien (abusa de los angulares y de la cámara al hombro, males que se curan viendo un par de films de Carpenter), monta bien y narra mejor (en los primeros minutos exhibe una encomiable capacidad para contar lo relevante sin demorarse en las reacciones de los personajes ni explicar alguna conducta que el espectador percibe como anómala, con lo que resulta de una fluidez notable), pero su creatividad visual es harto limitada (ese purgatorio que parece una casa de muñecas o el infierno con trazas de burdel, inspirado, según el asiático-americano, en ¡Argento!...en fin)
Wan lo intenta y acaso se consagre como uno de los grandes del género del presente milenio (¿a quién más tenemos? Kurosawa, Miike, Zombie, Derrickson, Ajá, ¿?) Acaso ya lo esté...







DIARIO DE LECTURAS.

La fugitiva.

En el último tercio de La fugitiva, sexto volumen de En busca del tiempo perdido, Marcel tropieza una certeza, dolorosa, como lo es toda verdad que no aporta beneficio al sabio; liberadora, que ayuda a comprender, consentir y perdonar, perdonarnos: Pues conocer en toda su fealdad a Albertina ¿no era en realidad, a pesar de todas las denegaciones de mi razón, elegirla, amarla?
Pues la Albertina real surge irreductible a una idea, a la concepción solipsista del amor platónico que idealiza a la mujer, la objetiva como proyección del ego del enamorado (Freud observa como en la lírica cortés, los atributos superlativos de la dama reiteran la visión que de sí mismo tiene el caballero y el alcance de sus hazañas). Marcel comprende que no había llegado a Albertina, a la mujer, al otro. Amar a pesar de la fealdad con un amor que no espera ser amado, como hay que amar a Dios según Spinoza, sólo entonces es posible salvar la distancia que media hasta el otro, la “falla” exigida por la comunicación (Bataille) Un amor difícilmente al alcance de un hombre y que Marcel sólo atisba ante el cadáver de su amada, cuando el peligro pasó.
Y más abajo afirma: En medio de la más completa ceguera, subsiste la perspicacia en la forma misma de la predilección y de la ternura, de suerte que hacemos mal en hablar de mala elección en amor, puesto que desde el momento que hay elección no puede ser sino mala.Toda vez que quien elige es el deseo, nos dejamos elegir por su objeto como nos vamos dejando vivir enredados en el tul de sus aspiraciones bárbaras.
Tras la muerte de Albertina, Marcel se embarca en una investigación, aparentemente morbosa e intempestiva, para confirmar sus sospechas acerca de las inclinaciones lésbicas de su amada y su infidelidad (rasgo que delata, según Nabokov, la homosexualidad del narrador-autor, pues, como observa el ruso, ¿qué otra cosa hay más gozosa, qué otra cosa puede concitar nuestra lubricidad inquieta con mayor urgencia, que imaginar o espiar o sorprender a la pareja de uno traveseando alegre entre los muslos de una de sus amistades entrañables?), y con la que en realidad sólo persigue hacer comprender al deseo huérfano y acallar sus quejas en el desorden de la ausencia a que se reduce el mundo ahora. Rehén de la melancolía, Marcel quiere ofrecerle un rescate para escapar de su represalia a tiempo. Y en el trance: ...la Albertina que yo descubría, después de haber conocido tantas apariencias diversas de ella, difería muy poco de la chica orgiástica surgida y adivinada el primer día en el malecón de Balbec y que tantos aspectos me fue ofreciendo sucesivamente...
Siempre nos seduce aquello que vamos aborreciendo.
La mujer siempre nos ofrece un espejo, es dádiva y sacrificio, una pupila que nos refleja en el temporal de sus emociones, y claro, nunca vemos lo mismo, nunca nos vemos igual. La mujer es proteica porque nuestro deseo crítico-paranoico se busca en aguas agitadas y sólo se le ofrece imágenes cambiantes, bellas o terribles (“The terrible and fair,/ In beauty vie!”), diversas e irreductibles. Aquí nace el mito de la mujer doble, esquizoide, la mujer ante el espejo, la mujer monstruo, diosa benévola y furibunda, fontanal de vida y erial de muerte lenta y destrucción. La novia muerta como expresión de una paradoja y un deseo, imagen que halló fortuna en Poe: cuerpo presente, pura extensión que convoca una lujuria sin aspirar suturar herida o desgarro alguno, que no compromete a la comunicación ni a una exigencia ética. Es el cuerpo simple en su materialidad, incitante en su pasividad, libre de débitos, que ya nos ha liberado de la mirada. Todo pasado, ninguna posibilidad, ninguna libertad, enteramente reducible a la ensoñación melancólica que mece su onanista lamento entre el rumor de los sauces: “For her, the fair and debonair, that now so lowly lies,/ The life upon her yellow hair, but not within her eyes./ The life still there upon her hair, the death upon her eyes.”
Y al final, la Albertina que descubre Marcel es la que encontró su deseo “la chica orgiástica” que tantas veces negara su razón y vuelve ahora de entre los muertos para animar su lujuria desatada, enjugar una última lágrima o dispensar algún amable recuerdo.







miércoles, 28 de diciembre de 2011

UN DIOS SALVAJE.


Excelente cosecha la de 2011, que (creo) cerraré con el film de Polanski Un dios salvaje. Sobre el papel, la propuesta era insólita: 79 minutos de metraje (¿quién paga por distraer su tedium vitae poco más de una hora?); el planteamiento, familiar en la obra del polaco, la adaptación de una pieza teatral (algo que no ocurría desde La muerte y la doncella (1993), localizada en un único escenario (comienza y termina con una toma general de un parque de Brooklyn, plano que en la cartografía caprichosa de imágenes que habitan mi memoria, recuerda a los que abren y cierran Caché), sumando una pieza más a la ya, “tetralogía del apartamento”. Un reparto competente aunque, a priori, tampoco entusiasma (eso sí, me apetecía volver a ver a Christoph Waltz después de Malditos bastardos (2009). Por lo que, en fin, el mayor reclamo de la película era disfrutar de uno de los grandes, especialmente tras The Ghost Writer (2009) donde había mostrado una forma excelente.
Y sí, claro que cabrea que sólo dure 79 minutos. No por la pasta sino por la intensidad con que se goza cada uno de los minutos y lo corta que se hace. Polanski es a los espacios cerrados, a las situaciones únicas lo que Spielberg a la acumulación de incidentes y grandes ámbitos. Nadie narra tan bien, con esa precisión en los encuadres y esa destreza en el montaje (invisible, como querían Wyler y Hawks) como el viejo prófugo (de los nazis, de la justicia norteamericana, de sus demonios). La capacidad para dinamizar escenas muy dialogadas sin recurrir a un montaje corto, mover a los actores más de lo necesario o la cámara (nunca) alrededor de éstos (recursos bastardos para huir del efecto teatral), muestran un dominio de la técnica que sí, ya poseía en su primera obra, El cuchillo en el agua (1962), y que siempre ha sido uno de sus rasgos de estilo.
La anécdota es lo de menos, lo de más es ver como bajo la fina capa de urbanidad con que nos barniza la cultura, subyace una animalidad agazapada e irreprimible. Imposible no acordarse de El Ángel Exterminador (1962), aunque sin abandonar los predios de la comedia ni llegar tan lejos en la degradación de las relaciones y la violencia siempre vecina; ya el planteamiento (el amago continuo por parte de la pareja que encarnan Waltz y Winslet de abandonar el apartamento con escaso éxito) remite a la pieza maestra del baturro.
El dibujo de los personajes no es excesivamente sutil. Dos parejas tratarán de resolver “civilizadamente” sus diferencias, en un rincón, la “progre”(Jodie Foster y John C. Relly) y en el otro, la conservadora (los ya mencionados Ch. Waltz y una guapísima Kate Winslet). Sendas ideologías y sus valores parejos emergen en el transcurso de un combate que termina nulo.
El alcohol será catalizador de las hostilidades individuales, cuando el conflicto se mude de la pareja a la habitación del sujeto, y la lucha de clases devenga lucha de sexos y toda la amargura, el hastío y frustración que produce la pareja es convocado al pugilato para que la cosa no decaiga, eso sí, sin perder nunca la gracia, bordeando la hilaridad en un par de ocasiones pero sin precipitarse por el barranco de la caricatura.
Como siempre en Polanski, los objetos tienen gran protagonismo: el móvil de Waltz, los libros de arte de Foster, el whisky y los puros de Relly o el bolso de Winslet, por ser elementos caracterizadores de los personajes y propiciadores oportunos del avance de la acción.
Lo dicho, se hace corta. Yo ya la he visto tres veces desde ayer noche.

UN DOMINGO CUALQUIERA.



Un diseño de la espacialidad imaginaria estático se muestra como un centro de pulsiones sin reparo que concita la representación de sensaciones negativas, el odio, el miedo o la angustia, emociones enclaustradas prontas a la explosión de violencia en que se liberen las tensiones acumuladas.
Esta poética del espacio configura un aspecto fundamental de la narración, sienta las bases de su referente argumental, marca la pauta de una línea narrativa, emplaza a la demora temporal de su desarrollo y finalmente, convoca un desenlace incierto pero, impactante siempre. En cualquier caso veremos como el espacio informa un marco dramático y desempeña un papel esencial en el devenir del relato.

El cuchillo en el agua ( Nóz W. Wodzie, 1962) supuso el debut en la dirección de largos de Roman Polanski, cineasta que ha urdido su brillante filmografía con historias que se repliegan en torno a ámbitos que cercan a los personajes y convocan sus demonios. Baste recordar la célebre “tetralogía del apartamento”: Repulsión(Repulsion, 1966), La semilla del diablo (Rosmary´s Baby, 1968), El quimérico inquilino (The Tennant, 1974) y la reciente Un dios salvaje (.Carnage, 2011)
El cuchillo en el agua comienza un domingo cualquiera en una Polonia fantasmal. Una pareja en el interior de un coche transita por una carretera secundaria y sin tráfico (nunca se verá otro personaje que no sean los tres protagonistas). Conduce ella hasta que se detiene por algo inaudible para el espectador. Cambian de asiento. Una vez ante el volante, el hombre besa con deseo el cuello de la chica, sensiblemente más joven.
Y de repente, un extraño...”Autoestop al amanecer”.
Un joven (Zygmunt Manowicz)en medio de la calzada se niega a apartarse obligando a Andrej (Leon Niemzcyk) ha frenar: “-Si llegas a estar un kilómetro antes serías un cadáver.” Finalmente monta al chico en el coche para complacer los deseos no formulados de Krystina (Jolanta Umecka); pero el móvil de Andrej es más oscuro.
El matrimonio viste de blanco, el chico, de gris.
El joven ha ganado el primer envite: Andrej no lo atropella, no por nada, sólo por no tener que ir a juicio, comenta (lo que tampoco le preocupa demasiado, teniendo en cuenta su estatus)
-No serás rival para mí. ¿Quieres verlo?-” Se ha mostrado débil ante la hembra al no arrollarlo y busca la revancha, por eso invita al joven a pasar el día a bordo del velero.
Las primeras horas transcurren distraídas en las faenas marineras. Andrej deja claro que cuando hay dos hombres en un barco, uno necesariamente es el capitán. Andrej no sólo posee la mujer y el barco, también es dueño de la palabra. Refiere una anécdota ilustrativa acerca del principio de autoridad y la legitimidad indiscutida del patrón en el seno de un sistema totalitario. Pero el joven estudiante que hace autoestop al amanecer, costumbre tan americana y decadente, puede que haya leído a Keruac en una edición manoseada y furtiva a la luz de una vela cómplice, y ello le resolviera a fatigar las sendas de un país estrangulado, sin esperar mayor novedad que el tránsito monótono de la interminable procesión de camiones proletarios que se nos anuncia y nunca vemos (pero es una imagen hermosa y triste que por alguna razón nuestra imaginación recrea siempre que evocamos el film de Polanski). Puede que haya visto incluso algún film de Ray y secretamente desee revelarse contra el mundo con Natalie Wood del brazo y toda la furia de su juventud desgreñada en la brasa del cigarrillo. Pero él sólo tiene un cuchillo y el sistema hace bien su trabajo.
Y, de repente, una mujer.
Christine resurge voluptuosa bajo un traje de baño demasiado capitalista, convocando inquietudes y comezones de proa a popa y de babor a estribor. La noche llega y con ella, la lluvia, y el momento de dejar la cubierta y distraer lo que queda del día con inocentes juegos al abrigo del camarote. Si hasta ese momento Polanski había optado por mantener a los tres personajes en el encuadre, ahorrando en contraplanos, los fondos de los exteriores ofrecían puntos de fuga que aventaban el enrarecimiento ambiental, ahora, la angostura del espacio unida a esta opción estilística hará irrespirable cada plano. Sin embargo, la tensión es achicada por obra del sueño, pero ya, en la amanecida del lunes, las sentinas de la masculinidad zozobrante siempre, comienzan a desbordar su hedionda violencia. Andrej, molesto por no haber advertido que su mujer y el joven se han despertado antes que él, inicia un juego de provocaciones que acabarán, en un primer momento con el cuchillo en el agua y luego, con su dueño. Creyéndolo ahogado, Andrej decide volver al puerto nadando, eludir lo que siente como un crimen, toda vez que piensa que el chico no sabe nadar y ha arrojado sus pocas pertenencias por la borda, con la estrategia del avestruz.
Pero puede lo que único que haya leído este chico no sean más que los polvorientos tomos del temario de una gélida ingeniería. Pero puede que este joven no sea al cabo ningún desarraigado protagonista de Ray buscando su destino, y sí una versión rejuvenecida del acomodado cronista deportivo que aspira a medrar en un sistema que predica la igualdad y condena a la diferencia, que sólo anhela poseer una mujer, un velero y un nombre al fin. Porque de eso se trata, de poseer, y por un momento lo conseguirá. Todo el tiempo había estado oculto tras una boya y la estampida de Andrej le resuelve a abordar la nave y a su tripulación. Ahora ya es Andrej, posee lo que aquél tiene, se lo ha arrebatado en buena lid: si aquel posee la fuerza, él es astuto, el mismo viento en sus velas, con la proa hacia idéntico puerto.
Y al final, sólo la mujer, reducida a bien inmueble, saldrá indemne de la justa entre vanidades masculinas, tan pueriles, tan animales, tan anodinas.
La pareja volverá a estar de nuevo encerrada en el coche, como al principio, pero nada es igual: detenidos en una encrucijada, ahora sin un puerto claro al que proar el vehículo, perplejos en la cresta de la duda. No se da la explosión de violencia que se anuncia y, por tanto, no ha catarsis posible.
Puede que aún hoy Andrej no haya tomado una decisión entre admitir ante la autoridad que ahogó accidentalmente a un joven desconocido o reconocer ante su vanidad que Krystina le ha sido infiel. Puede que en estos momentos siga con el volante entre las manos, meditando, viendo desfilar la interminable hilera de camiones que circulan por las arterias de una Polonia espectral.

viernes, 23 de diciembre de 2011

UN LUGAR TRAS EL SOL.


Hay un lugar tras el sol que anuncia su llegada cegando una estrella.
Es tu día de novia invertebrada en que unos pies pisarán cristales de Bohemia.
Mientras crezcan alubias en el jardín de las llamas húmedas
y en el carcaj de la memoria vacilante sólo queden los tallos cortados de tus piernas,
el caracol de tu boca ocultará un beso blando:

Eres la novia que el planeta quiere desposar.

Novia de la melancolía. Novia del dolor.
Él sabe que tienes por cejas pétalos de huesos,
y tu cuerpo de cariátide dormida le allega promesas de cielos quemados,
sobre océanos de sangre
bajo una luz profunda de aurora degollada,
en el fontanal de tu sexo,
y su lúgubre azul de símbolo abolido se va poblando de planetas de plata afásica.

Y no quedó más que la osamenta despoblada.
Cuando falten los relojes a su cita...
Pregúntale a los gorriones qué sumergida alegría pende de sus picos,
en lo diáfano,
siempre lejano, o silenciado o no escuchado,
en la superficie sin nenúfares,
lindero con la nada, en los arrabales de la noche que se prolonga en sombras o en la hebra de un cabello,
pero un racimo de ondas perturba apenas su quietud,
refleja un astro, que fue rojo y es azul y madrugada.

Por eso las libélulas, por eso una pregunta,
que puede ser terrible y es felicidad,
como el caballo que agoniza en el campo de batalla,
testimonia un sacrificio y justifica ensayar un verso,
y es que a veces el brillo se hace inaudible y pienso en tu cuerpo tendido,
surcado por relámpagos.
Luego, búscale un lecho de cenizas y da suelo a su fatiga de Ofelia, de Dido,
acecha el sigilo de su siesta y vigila aquel sueño de Lilith.

A veces el deseo de tus lágrimas confunde mi lenta tristeza en la distancia solitaria de un temblor,
húmedo,
danzante,
final.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

DIARIO DE LECTURAS.

EL NADADOR


...tenía una indefinida y modesta idea de mismo como una figura legendaria.
JOHN CHEEVER





He tratado de construir mi vida con la argamasa de todo aquello que me parece bello y alimenta mi voluntad de poder y querer, lo que mantiene ligada mis fuerzas con su potencia: la literatura, el cine, la música, la feminidad. Al costo de preterir o marginar aquello incómodo, lo negativo, la conversación sobre el tiempo de hoy o el partido de ayer, el lamento idiota, la queja inútil bajo la que se agazapa una voluntad frágil por la que nada puedo hacer (pienso). A veces sacrificando una confianza, una amistad, un cariño. Nada es gratis (me digo), y seguimos con la mirada dirigida hacia la luz que señala la salida de la caverna. Y mientras, puede que un amigo languidezca abandonado ante una jarra de cerveza caliente porque yo estoy demasiado ocupado pergeñando otro texto o viendo Stalker. Y entonces recuerdo aquel relato de John Cheever que comenzaba con: “Era un día hermoso y se le ocurrió que nadar largo rato podía ensanchar y exaltar su belleza...

Una mañana estival y domingo, Neddy, un tipo que tenía una indefinida y modesta idea de sí mismo como una figura legendaria, alumbra la feliz idea cruzar los trece kilómetros que lo separan de casa, surcando a crol las piscina de cada lujosa propiedad del bonito condado en que vive feliz con su mujer e hijas. Y pone en práctica su empresa, como un deber impuesto con férrea determinación o una penitencia destinada a expiar una culpa indefinida, secreta, terrible.
Nombra a la red fluvial que ha de surcar como a su esposa, Lucinda.
Pronto, en su odisea se interpone un signo otoñal y una extraña tristeza se desploma en su pecho. Los Lindley son el primer aviso de un destino adverso que se presiente: propiedad abandonada, la piscina vacía. Decepción ante la ausencia de este eslabón en su cadena acuática que tiene motivos más profundos, guardados bajo siete llaves en el cofre de la memoria. Había disciplinado la memoria en la representación de hechos ingratos, pero la realidad es refractaria a tales argucias.
Los Halloran mencionan “sus desgracias”.
Kilómetro 6, mitad de camino. Comienza a hacerse preciso el alcohol para combatir el frío, las intrusiones de la realidad. Enfermedad de su amigo Sachs, del todo olvidada. Le asalta la idea de que no tiene modo de elegir su medio de viaje y ha de perseverar en la extravagancia aún cuando ya no le proporciona placer alguno. Lo siguiente que encuentra son vecinos desairados por su rechazo a las invitaciones. Los camareros representan el termómetro social (el de los Beswiger se muestra desabrido) Aquí, en la enésima fiesta dominguera de piscina y jardín, se nos informa de la ruina económica y la afición por la bebida de Teddy. Shirley Adams, su amante otrora y que esta tarde se hace acompañar de un joven ante el que se siente derrotado y viejo, le niega una copa.
Al fin, exhausto, deprimido, y al borde de la hipotermia llega a una propiedad cerrada, solitaria, con claros signos de abandono, estragada por las tormentas de verano, como la de los Lindley. Pero no ceja en su empeño y golpea la puerta, debe ser que no le escuchan.

...Y al final, toda la miseria que creíamos haber orillado, alejado de nuestra feliz y orgullosa existencia de figuras legendarias, contamina las aguas de la fuente Castalia con el hedor de los cadáveres que no por invisibles dejan de existir, y nos recuerdan que el compromiso con la realidad no es una opción, el arte mismo sucumbe si no atendemos a los cuidados de su tiránica y pertinaz demanda.

Ojalá en vez de escribir esto hubiera compartido esa cerveza.



martes, 6 de diciembre de 2011

ALATRISTE.

                                                                                                                      A JULIO y SERGIO









Su tumba son de Flandes las campañas, 
y su epitafio, la sangrienta luna.
QUEVEDO

Hubo una España que no conocía el ocaso, una España que vestía capa larga y sombrero de ala ancha; la España católica de los Austrias y el Barroco, Don Francisco, Don Lope y Don Luis, cuando los extremeños desbrozábamos la senda del Imperio y Cortés quemó sus naves porque ya estaba en España; una España soberana en el Atlántico y azote bereber en el Mediterráneo; la España conceptista y culterana que distraía su grandeza asomada a los corrales; la España de Alatriste y Malatesta, del Conde Duque y Bocanegra, la pureza de sangre y la camaradería de la soldadesca bajo la lluvia y el fuego en tierras holandesas; la España del pícaro y el noble al que el miedo iguala a su vasallo; la España que doblegó Breda y su sol negro, que puso cerco al infierno de Flandes y volvió huérfana de una pica; la España donde ser pobre siempre salió muy caro y donde ser señor siempre fue demasiado fácil; la España de los olvidados y los traicionados a quienes nunca faltó el valor para hacer de España cualquier tierra extranjera donde su sangre vertían por un estipendio que nunca llegaban a cobrar...

Gracias, pero esto es un tercio español...

...una España de portugueses, tudescos, andaluces e italianos, catalanes, vizcaínos y extremeños, españoles repartidos por varios continentes, orgullosos y altivos, valientes y leales.

Todo esto nos fue devuelto con Alatriste la adaptación de las novelas de Pérez Reverte, que ofrecían un pródigo material narrativo, hábilmente aquilatado por Díaz-Yanes, a todas luces, con superiores resultados estéticos. Tiempo hacía que la épica no reclamaba nuestra atención y nunca antes con mimbres que nos tocaran la fibra de igual manera, pues si bien hay emociones universales que se comunican tanto en Troya como en Little Big Horn, recrear el momento de máximo esplendor hispánico, tanto en lo político como en lo artístico trasmite un goce singular. En lo cinematográfico el film es espléndido, un ritmo narrativo ágil pero no atropellado, visualmente inspirado en la pintura de Velázquez pero sin caer en el esteticismo, la dosis justa de violencia y romanticismo, cruce de espadas y guerra dialéctica, certero retrato de las intrigas palaciegas y oportuno discurso que analiza con lucidez las lacras del sistema y trasuda, al cabo, un sentimiento de amargura y derrota que gravita sobre los individuos en el último tercio del film, al sentirse títeres de los poderosos (Siempre nos quieren para lo mismo.), traicionados con monótona costumbre, destino que aceptan con lucidez y resignación: ahí reside su grandeza, por eso acaban siendo figuras trágicas, y cuando al final se dispongan a quemar el último cartucho en tierra extraña, no pensamos que son unos primos al morir por cuenta del Grande de turno, su integridad moral los salva y eleva sobre el albañal de los poderosos y su pretendida nobleza de sangre: ¿Te has fijado?, al final siempre acabamos matándonos entre nosotros. 

lunes, 5 de diciembre de 2011

INFIEL.


Sucede que me canso de ser hombre...
NERUDA

Los hombres somos vanidosos, inseguros, cobardes, cínicos, idiotas, desleales y pese a que, por lo general, estemos encantados de habernos conocido, nuestra crueldad, nuestra incapacidad de amar otra cosa que no sea nosotros mismos y nuestros minúsculos logros, malogra la conveniente empresa de la felicidad, toda vez que imposibilita el acercamiento a la alteridad cuando viste piel de mujer.
Porque la mujer es lo que siempre deseamos y el deseo es un verbo intransitivo que cuando ha alcanzado su objeto directo, recuerda su condición y olvida las promesas vertidas entre sábanas rumorosas y cercos de vino, pero no renuncia a su presa, la posterga, castiga su monótona condición de cuerpo en el que la lujuria cumplió su ciclo y sólo el hastío puede ofrecerle, y cuando ésta se rebele y busque convocar un nuevo deseo, el ego herido del varón blandirá diestro el látigo del resentimiento para castigar el desacato, hasta que pueda lavar las heridas en otro humedal frondoso (o lampiño) que le resarza y vengue el agravio.
Porque un objeto de deseo nos hace vulnerable. Nuestra felicidad depende de algo ajeno, libre, caprichoso, que nunca llegaremos a poseer. Y eso nos irrita. Por eso lo odiamos.
La ficción es la carretera secundaria que nos ofrece el goce por delegación de todas la mujeres que hubiéramos querido conocer: Lilith, Lara, Madeleine, Jennie, Mallory, Bronwin... Justine...que acaso hemos llegado a conocer mejor que a las choricillas que gozamos y olvidamos entre malas canciones y peores pláticas.
Pero la ficción también es el predio que denuncia nuestra condición unánime, espejo de tantas miserias que apenas admitimos, pero que secretamente sancionamos, sin que por ello renunciemos a un propósito de enmienda formulado entre dientes...para lo mismo prometer mañana.
Nadie jamás fue tan despiadado en su análisis del modo de ser masculino con la mujer como Bergman. Su cine exuda esa incómoda sensación de un reproche al oído del que ha tenido la honestidad de admitir una culpa y la valentía de comunicarla con discreción, pero comunicarla al cabo. La angustia existencial que empantana a mucho de los personajes de sus piezas más célebres es algo que me cae más a trasmano (no es que sea un sentimiento del todo ajeno, pero sí me resulta menos acuciante por el momento), sin embargo, donde realmente el sueco se muestra como un certero tirador es cuando ventila las sentinas del alma masculina.
En ocasiones, me cuesta mantener la mirada ante lo mostrado en la pantalla.
Si en Secretos de un matrimonio (1973), la ilusoria seguridad masculina sucumbía en un trance del que salía reforzada Marianne (Liv Ullmann). En Infiel(2000), dirigida por Liv Ullmann, nadie sale indemne. La nueva Marianne, en su pureza e inocencia párvula, se embarcaba en una aventura condenada al desastre. David, su amante, es un ser pusilánime y neurótico. Pide a Marian que le refiera su biografía erótica para luego estallar violentamente en un ataque de celos retrospectivos y absurdos. Naturalmente, Marcus, su marido, utilizará a la hija de ambos, Isabel, como arma arrojadiza y sólo la precoz sensatez de la pequeña evitará que se suicide junto a su padre, en el que sería el último acto del miserable drama de la crueldad pergeñado entre los bastidores del resentimiento a modo de venganza contra Marian. Lo más grave es que Marcus había vislumbrado la posibilidad de que algo podría surgir entre Marianne y David y sin embargo dispensó la ocasión.
Diríase que ambos desean la infidelidad, algo así como un “ataque bajo bandera falsa” para justificar la explosión de violencia que dirigen contra Marian, para legitimar el ejercicio minucioso de la crueldad. Es tremenda la secuencia en la que Marian regresa a casa tras haber tratado con Marcus una solución consensuada al asunto de la custodia de Isabel, y David la espera en la madrugada sabedor de que se ha acostado con su marido. Es hombre y sabe como maquina Marcus, de que forma puede humillarlos enarbolando el señuelo de la pequeña. El linchamiento verbal al que somete a Marian es uno de las escenas más incómodas jamás salidas de la pluma del sueco (el Nobel se quedó sin Bergman).
La mujer es siempre lo que deseamos, culpamos y castigamos,acaso por incapacidad de ver en ella otra cosa que un gozoso objeto de deseo, espléndido u oscuro, pero un objeto al fin.